viernes, 18 de septiembre de 2015

FRAGMENTO DE MI NOVELA INÉDITA DE CIENCIA FICCIÓN "VERA TERRUM"

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FRAGMENTO DE MI NOVELA INÉDITA DE CIENCIA FICCIÓN "VERA TERRUM"

"... Faltando segundos para las nueve se encendieron las luces de un escenario pequeño pero ostentoso en decoración. Unas cortinas al fondo se movieron, y por ellas salió el hermano Reyes de Marco. Música, vítores y aplausos le recibieron como si se tratara de la entrada triunfal de un ejército. La ovación no concluía, y César Alicantte saboreó el triunfo de sus mentiras ocultándolas detrás de una sonrisa, una sonrisa que para los presentes significaba agradecimiento y empatía, pero que para él era de burla, la burla más cínica que jamás creyó tener.
   César dejó que la multitud descargara sus emociones. Luego levantó la mano y obtuvo silencio. Al instante todo quedó como si ni un alma estuviera. César corrió su mirada para abarcar el panorama. Se acercó al micrófono y comenzó su discurso de inauguración:
-No hace mucho nacimos en medio de la mirada escéptica y hasta irreverente de no pocos. La verdad siempre deslumbra a aquéllos que no están bien dispuestos-un aplauso sancionó sus palabras. Luego continuó-: La verdad ha sido el caballo de batalla sobre el cual nosotros, y no sólo el hermano Reyes de Marco, hemos montado para llevar mensajes que han dado luz a las vidas sin sentido de muchos por todas partes. –Un nuevo aplauso, más entusiasta al anterior, le dejó en silencio por varios segundos. Al acabar, sintió los bríos de un político en plena campaña-. Nuestros detractores han tratado de enlodar los mensajes que los seres estelares, como hasta ahora se han denominado, dejaron en las manos de este su indigno instrumento. Pero no lo han logrado, ¿por qué? Porque la verdad está en ellos, y la verdad, probada por todos ustedes, es pesada, tan pesada que no pueden quitársela de encima.
   Aplausos, frases al grito mezcladas entre sí y todo tipo de gestos aprobatorios inundaron el aire fresco del cerro. César Alicantte no podía sentirse más emocionado. Sin embargo, en medio de ese frenesí colectivo, tuvo un pensamiento a quemarropa que le sorprendió: ¿cuánto tiempo duraría su gloria y cómo podría eternizarla? Lo atontó concentrándose en las expresiones alocadas de la concurrencia. Esta vez tardaron más en terminar, y al hermano Reyes de Marco no parecía incomodarle.
-Cuando otros-dijo al haber silencio-aterraban con catástrofes, ellos, los seres estelares, nos llamaban a la calma. Cuando otros despojaban a sus seguidores de los bienes, nosotros no mencionábamos siquiera la palabra “dinero”. Pero sí mencionamos la palabra “paz”, la palabra “fe”, la palabra “armonía”. Tampoco-y elevó la voz con énfasis-dimos mensajes facilistas, ¡nunca! Los seres estelares no son, en ninguna medida, enajenados o enajenadores. –Nuevas ovaciones le animaron a seguir-. La suerte de nuestra raza, ésa que ellos desean orientar, no va a ser el fruto de acciones que los seres estelares van a llevar a cabo con trucos de películas de ciencia ficción, para nada. Va a ser el resultado de nuestras propias manos, el esfuerzo de los puños, regado con el sudor, no ya sólo de la frente, sino de todo el cuerpo.
   César permitió el barullo consecuente. Vio con regocijo como los participantes del 2do. Congreso de la Fundación Frates Terrae Stellata explotaban como granadas de mano en sus manos. Había pensado decir más, pero llegado a este punto de su alocución tomó el micrófono, bajó del escenario sostenido por la mirada de todos, y se detuvo sobre el césped. Hizo una pausa para mantener al público en un vilo teatral, y dijo en tono reflexivo:
-No quiero parecer un bohemio en un pub europeo, pero… fue aquí, en este mismo sitio donde estoy, cuando los seres estelares contactaron conmigo la primera vez. ¿Por qué? ¿Por qué me eligieron a mí? ¿Saben? Mi vida no tenía sentido. Decepciones, sueños frustrados… una inmensa soledad me helaba el alma… Y levanté los ojos a este mismo cielo estrellado. Me sentí tan solo, sin nadie en el mundo a pesar de estar lleno, y sin nadie allá afuera que me tendiera la mano… Así me hallaron los seres estelares… y todo cambió. Les aseguro, no soy mejor que ustedes, pero comparto con ustedes las mismas ansias, las que se apiñan en el corazón de cada habitante de esta isla que flota en el universo: el deseo de ser feliz, el anhelo de encontrar respuestas a las preguntas más acuciantes, la inequívoca necesidad de elevarse a un plano mayor de la existencia. –César Alicantte pausó para mirar. Había logrado una atención perfecta, motivado a la escrutadora reflexión individual. Dejó que lo miraran expectantes y dijo-: Este congreso marcará sus vidas como ya ha marcado la mía. Los seres estelares traen mensajes que auguran, no tiempos regalados, pero sí tiempos propicios, tiempos para comenzar una nueva vida, una nueva etapa de la humanidad… ¡una nueva era!
   Y sucedió. Bajo sus pies, César sintió que la tierra se agrietaba. Una luz azulada y cálida salía de esas grietas y lo cegaba. Entonces, ante el asombro de unos y el temor de otros, luego de un ruido similar a un chasquido, el hermano Reyes de Marco desapareció como lo hace una gota de agua al tocar una superficie ardiente.
   Nadie se movió. Nadie emitió ni un leve quejido. La incertidumbre nació en la concurrencia y descendió por las faldas del cerro. Pasarían minutos cuando el presidente de la Fundación recogió el micrófono del suelo, a unos pasos de donde estuvo el hermano Reyes de Marco, y trató de articular palabras:
-Her… hermanos… Bueno… no sabemos… no creemos que… nada malo le ha sucedido al… nuestro Hermano Mayor… ¡Eh!… Es algo inesperado… Talvez los seres estelares lo han abducido para… para tener… para traer algo especial al congreso… -Las miradas de los asistentes le abrumaron. Tomando un poco del aire frío nocturno, concluyó-: Debemos esperar… Por el momento, continuemos con la sesión inaugural y… y estemos atentos a cualquier señal.


II
De pronto, César Alicantte sintió como si hubiese sido lanzado a los aires por una mano que le estrujó todo el cuerpo. No podía abrir los ojos, pues una luz excesivamente brillante le lastimaba. Comenzó a dar giros en el vacío, y no sabía qué dirección llevaba, si hacia arriba, hacia abajo, si a derecha o a izquierda. Sentía mucho calor y se le dificultaba respirar, hasta que el aire del todo faltó. La zozobra no le daba espacio para muchos pensamientos; sólo uno pudo procesar: que moriría. Tenía la sensación de un incipiente desmayo cuando terminó su viaje. Estaba de espaldas, acostado sobre pasto húmedo, totalmente desnudo, observado por una noche despejada con estrellas titilantes y una bellísima luna llena. Tomó todo el aire que pudo y se sentó. Hacía bastante frío, y la humedad del pasto le sugirió que quizás recién había llovido. Mirando a su alrededor, determinó que estaba en una especie de claro de un bosque. Los árboles de coníferas, alejados de él a unos treinta metros aproximados, se movían por una brisa suave y helada. No se veían más que algunos insectos revoloteando cerca, no notó el vuelo de ningún ave nocturna. ¿Dónde se hallaba? ¿Cómo había llagado allí? ¿Estaría pasando por alguna especie de alucinación, o es que ya no era capaz de distinguir la realidad de la mentira, como hacía con sus seguidores y sus grandes embustes? Cada pregunta le descargaba más angustia. El frío, única tela que le rozaba el cuerpo, le movió para, si acaso, querer levantarse y ver qué podía. Lo iba a hacer… pero no lo hizo, ellos no lo dejaron. A su espalda escuchó una frase, un grito más bien, en un idioma que no supo identificar: <<¡Aimonoia elemase, asisi!>>.
   De inmediato cinco hombres lo rodearon y le echaron un manto que, al tacto de su piel, se pegó a su cuerpo y le calentó en segundos. La tela le fue desconocida. Los hombres vestían trajes negros ajustados al cuerpo de una tela similar a la suya, con botas altas negras y brillantes. No vio sus rostros, pues cubrían sus cabezas con una especie de casco negro, redondo y liso, sin poderse distinguir cristal alguno en la cara. César los asimiló a bolas de billar. A la aparente orden de uno de ellos se puso en pie; allí fue cuando el manto terminó de adaptarse a su cuerpo de manera automática, quedándole un traje que terminó por taparle hasta los pies y los brazos hasta las muñecas. Los hombres le apuntaban con bastones de un metro de largo, muy simples, de color negro. El extremo con el que le señalaban poseía un aro de metal, dentro del cual se cruzaban ínfimos rayos rojos; zigzagueaban semejantes a los vistos en una tormenta eléctrica, y producían un levísimo zumbido.
   César quiso correr. Las piernas no lo dejaron y vociferó una maldición. Uno de los hombres le ordenó severo en claro español, luego de que dos de ellos se le pusieron al frente: <<¡Sígalos!>>. Otros dos se colocaron detrás, y el restante a su derecha. La custodia estaba lista e iniciaron la marcha. Llamó la atención de César que la voz de aquél la percibió como si el tipo no llevara casco alguno.
   Salieron del claro y se internaron en el bosque. Al salir, César Alicantte vio una oportunidad y salió corriendo. Tuvo tiempo nada más de hacer el arranque. El manto que le hacía de traje se puso rígido y le hizo caer. Las risas de los cinco no penetraron oídos coléricos sino aterrados. El que había venido a su derecha le tocó con el aro de su bastón, y uno de los rayos impactó en la superficie de la tela. Al instante recuperó la flexibilidad. César se incorporó, quedando de nuevo dentro del cerco. Aún bastante nervioso, tomó aire y preguntó:
-¿Adónde me llevan?
-Usted no hace preguntas, las responde-contestó el de su derecha, despectivo-. Por el momento suba.
   Talvez por su estado anímico, talvez por la incertidumbre que alimentaba su miedo, pero no lo había visto al salir del bosque. A escasos cinco metros se hallaba un enorme diamante negro, reluciendo ante la luz de la luna. “¿Un vehículo?”, se preguntó al ver abrirse un segmento del costado que les daba cara. Su instinto le azuzó para intentar un nuevo escape, pero su razón le aseguró que sería inútil. Entraron. Dentro, no había más que lo que vio por fuera, simple material diamantino. Todos se quedaron de pie mientras aquella portezuela se cerraba. César deseaba preguntar, escuchar respuestas. Se reprimió. Esperaba sentir movimientos del singular transporte. Nada. En su lugar, experimentó una exasperante quietud, y notó que el interior se iluminaba desde una fuente que no atinaba a encontrar, como si de las paredes mismas emanara la luz.
   Pasaron unos segundos, y el artefacto se volvió a abrir. Les recibió un pasillo. “En definitiva, esta cosa es un vehículo”, concluyó."

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