lunes, 11 de enero de 2016

CUENTO DEL MIEDO

CUENTO DEL MIEDO
 
   El hombre manejaba solo, por una carretera solitaria, en una noche oscura de luna nueva. Las estrellas no querían brillar en un cielo tachonado de nubes abotagadas de agua. A ambos lados de la vía, la mala hierba crecía al parecer de su gusto, y las rocas, agazapadas entre aquella, esperaban como serpientes morder un tobillo descuidado.

   Venía de un trabajo, uno cualquiera, pues su vida era una de tantas en medio del desierto de los negocios. Con billetes en el bolsillo, este hombre no tuvo objeción en dejar listo el recorte asqueroso de un personal hambriento de ilusiones. Obeso de soberbia, conducía con la agudeza de su luz de largo alcance para dejar actuar con ingenio a otro tipo de agudeza dentro su mente que, desprovista de escrúpulos, maquinaba cómo abultar más sus cuentas de banco.

   El camino era conocido aunque no lo transitaba a menudo. Ajeno a la distancia por recorrer, más que en el asfalto se concentraba en su buena estrella atrapada con maña y descaro. De pronto, tuvo la impresión que el camino se hacía largo y la calle se angostaba un poco. "Tonterías", se dijo, y siguió maquinando. En eso, después de una curva, una mujer, a distancia prudente, le hacía señas para que le llevara. Le pasó al lado sin volverla a ver. Se rio, y no le dio importancia. Entonces sintió una presencia dentro de su auto, una persona de más, un ser irradiando furia que le quemaba su nuca. Miró por el retrovisor y... nada. Nadie le acompañaba.

   Sin embargo, la presencia era tan real como el volante que sostenía. "Nervios y cansancio", se dijo.

   La noche se puso más oscura. Comenzó a llover.

   Conforme avanzaba, le constreñía el cuerpo un calor espeso. Puso el aire acondicionado.

   El hombre seguía conduciendo por una carretera que no terminaba, al igual que el calor. El aire artificial no cumplía.

   El aguacero se burlaba con insolencia.

   Conduciendo con eficacia, el hombre ya solo atinaba a acelerar. Llegar lo más pronto posible a casa. Dejar el calor atrás, la lluvia atrás y a aquella presencia…

   El aguacero golpeaba sus cristales con rabia. La carretera se embadurnaba con esa agua como si fuera ungüento balsámico. Y el hombre no veía el final del viaje.

   Antes de una curva larga como lengua de oso hormiguero, observó de nuevo a aquella mujer haciéndole parada sin reparar en ello, su mente estaba obnubilada. Irritado por tanto, aceleró para mojarla al pasarle al lado, y lo logró. Dos segundos después, al dejar la curva, sintió un par de manos mojadas apretando leve su cuello. Se desesperó. El volante quedó a su albedrío, y, cuando el carro se disponía a caer por un barranco muy hondo, se detuvo abrupto en la orilla. El hombre ya no sintió aquellas manos mojadas, pero vio a una mujer frente al vehículo, bajo la lluvia, apoyando una mano sobre la tapa del motor. Flotaba, con un resplandor azulado apenas perceptible. El hombre sintió un dolor insoportable en el pecho, como si alguien se lo estuviera escarbando con un puñal. Y de pronto, horrorizado, vio como una mano salía de su pecho sosteniendo un trozo de carne putrefacta que parecía latir. Afuera, la mujer, de rostro arrugado y ojos blancos como luna llena, extendía el otro brazo sin su mano.

   El hombre, paralizado de miedo, miró cómo aquella mano se llevaba la carne putrefacta y llegaba hasta la mujer. Luego, apartándose esta del frente, levantó la mano que sostenía al vehículo y lo dejó caer a lo hondo del barranco.
Geovanny Soto Sosa

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